Cuando era pequeña no jugaba con muñecos, a lo sumo llegaba a pintarles la cara con rotuladores antes de abandonarlos en un rincón. A veces ni eso… recuerdo una muñeca de trapo que hizo de una caja de zapatos bajo la cama su refugio ante mi doloroso e infantil desprecio.
Mi posesión más preciada era una caja de pinturas Alpino que me acompañaba a todas partes… era un auténtico drama sacarles punta y ver cómo mis lápices se hacían cada vez más pequeñitos… y es que menguaban al igual que mi infancia.
Algunos colores se gastaban con mayor rapidez; los rojos, los verdes, los amarillos… y así llegó un momento en el que hubo colores que desaparecieron de mis dibujos, y así desaparecieron también algunas ilusiones, algunos sentimientos…
Todos mis dibujos iban a parar al mismo sitio, un cajón en la cómoda de mi madre, a la espera de que mi padre viniera de alguno de sus “viajes de trabajo” para verlos. Y a medida que desaparecían los colores del papel, desaparecían también las esperanzas puestas en que mi padre volviera para recogerlos.
Así empezó a menguar el número de dibujos que se guardaban en el cajón, en proporción al número de ellos que rompía por no parecerme lo suficientemente buenos. También empecé a regalarlos, pero yo nunca me quedaba con ninguno, ya que al mirarlos lo único que podía ver era el hecho de que cada vez mi vida tenía menos colores.
Dejé de dibujar durante una larga temporada, y cuando volví a hacerlo (hace relativamente poco) lo hice a lápiz, sin colores, asumiendo una existencia monocromática, o lo que es lo mismo, analgésica, antiséptica, que anula el dolor por la pérdida de ilusión.
Han existido ocasiones en las que he olvidado el lápiz y he dejado que entrara en mi vida algún color, pero, a la larga, no ha sido efectivo… se me olvida demasiado pronto que los felinos no distinguimos los colores.
Por fortuna o por desgracia, la vida se encarga de recordármelo a menudo.
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Mi posesión más preciada era una caja de pinturas Alpino que me acompañaba a todas partes… era un auténtico drama sacarles punta y ver cómo mis lápices se hacían cada vez más pequeñitos… y es que menguaban al igual que mi infancia.
Algunos colores se gastaban con mayor rapidez; los rojos, los verdes, los amarillos… y así llegó un momento en el que hubo colores que desaparecieron de mis dibujos, y así desaparecieron también algunas ilusiones, algunos sentimientos…
Todos mis dibujos iban a parar al mismo sitio, un cajón en la cómoda de mi madre, a la espera de que mi padre viniera de alguno de sus “viajes de trabajo” para verlos. Y a medida que desaparecían los colores del papel, desaparecían también las esperanzas puestas en que mi padre volviera para recogerlos.
Así empezó a menguar el número de dibujos que se guardaban en el cajón, en proporción al número de ellos que rompía por no parecerme lo suficientemente buenos. También empecé a regalarlos, pero yo nunca me quedaba con ninguno, ya que al mirarlos lo único que podía ver era el hecho de que cada vez mi vida tenía menos colores.
Dejé de dibujar durante una larga temporada, y cuando volví a hacerlo (hace relativamente poco) lo hice a lápiz, sin colores, asumiendo una existencia monocromática, o lo que es lo mismo, analgésica, antiséptica, que anula el dolor por la pérdida de ilusión.
Han existido ocasiones en las que he olvidado el lápiz y he dejado que entrara en mi vida algún color, pero, a la larga, no ha sido efectivo… se me olvida demasiado pronto que los felinos no distinguimos los colores.
Por fortuna o por desgracia, la vida se encarga de recordármelo a menudo.