Siempre he pensado que la vida que vivimos es como un puzzle, o, si lo preferís, como un conjunto de ellos... puzzles que vamos resolviendo a la vez que quemamos etapas, que damos pasos, que llegamos a metas.
Y las piezas de esos puzzles serían las personas que te rodean en cada una de esas vivencias, las que te ayudan a construir la escena, las que le dan color, variedad, autenticidad...
Algunas de esas piezas no sabes muy bien donde colocarlas al principio, y las dejas arrinconadas hasta que con el paso del tiempo, cuando ganas en experiencia y bagaje, sabes apreciarlas como es debido, y encontrar el sitio que deben ocupar en el puzzle, otras, en cambio, encajan de maravilla desde el primer momento y se convierten en el punto de refererencia, en el elemento clave sin el que no podrías seguir avanzando.
También te encuentras con piezas que crees perfectas, encajadas, primordiales... pero a medida que vas resolviendo el rompecabezas, que vas descubriendo la imagen, descubres que estabas equivocada, y que esa pieza no puede estar ahí, porque entonces no podrías terminar el puzzle, porque estropean la imagen, el conjunto... y es una pequeña decepción, no sólo porque te habías acostumbrado a ellas, sino porque te sientes estúpida por haberte confundido tanto...
Aún así, lo malo lo olvidas en cuanto contemplas el resultado, cuando descubres que a pesar de todo has conseguido una imagen tan hermosa para tí (porque eso sí, cada puzzle es único, como la vida, o mejor dicho, cada etapa de la vida, y no tiene porqué gustarle a los demás, pero a tí te encanta) que se te parte el alma cuando te das cuenta de que lo has terminado y tienes que empezar a desempaquetar las piezas de uno nuevo, piezas distintas, en una caja distinta, en un lugar distinto...
Pero que nadie se lleve a equívoco, terminar el puzzle no significa condenarle al olvido, hay que cuidarlo, buscarle un marco bonito, digno de semejante imagen, y un rincón confortable y calentito en una de las paredes de tu corazón.
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