A veces se lleva un libro para disimular, hace que lo lee, pero únicamente para no incomodar.
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Prefiere observar, preguntarse e imaginarse hacia dónde se dirige el caballero del paraguas o para quién se maquilla la señora del jersey rojo.
Sabe que no es el único que usa el metro y sus ocupantes como musa, pero no le preocupa, hace tiempo que el fin dejo paso al cómo y se deleita en esas mañanas bajo tierra que le proporcionaran el siguiente relato.
Evita las horas punta, repletas de bostezos y pocas ganas, a no ser que tenga que entregar un artículo cuanto antes para poder pagar la factura de la luz. Pero cuando la situación económica se lo permite, prefiere trayectos menos frecuentados, horas menos comunes, protagonistas de viajes ocasionales, que no se saben la línea de memoria ni son capaces de dormir hasta su estación y despertarse segundos antes de que el vagón abra sus puertas.
Disfruta con esos pequeños descubrimientos, como el pequeño que sube por primera vez en metro de la mano de su padre, o la quinceañera que, nerviosa por hacer pellas, se abraza a su carpeta mientras juega con un pequeño papel lleno de dobleces. Reconoce perfectamente al que tiene que coger el metro porque se le estropeó el coche y al joven que, habiendo sitios libres, se sienta en el suelo, como acto de rebeldía y distinción.
En su cuaderno, hojas y hojas con descripciones sobre el ocupante del día, teorías sobre lo que hacía en el metro, hacia dónde se dirigía... inventa finales felices, encuentros inolvidables o destinos dramáticos, regala una vida probablemente distinta a quien de forma inconsciente le presta la suya.
Busca historias, mientras se crea una propia.
Sabe que no es el único que usa el metro y sus ocupantes como musa, pero no le preocupa, hace tiempo que el fin dejo paso al cómo y se deleita en esas mañanas bajo tierra que le proporcionaran el siguiente relato.
Evita las horas punta, repletas de bostezos y pocas ganas, a no ser que tenga que entregar un artículo cuanto antes para poder pagar la factura de la luz. Pero cuando la situación económica se lo permite, prefiere trayectos menos frecuentados, horas menos comunes, protagonistas de viajes ocasionales, que no se saben la línea de memoria ni son capaces de dormir hasta su estación y despertarse segundos antes de que el vagón abra sus puertas.
Disfruta con esos pequeños descubrimientos, como el pequeño que sube por primera vez en metro de la mano de su padre, o la quinceañera que, nerviosa por hacer pellas, se abraza a su carpeta mientras juega con un pequeño papel lleno de dobleces. Reconoce perfectamente al que tiene que coger el metro porque se le estropeó el coche y al joven que, habiendo sitios libres, se sienta en el suelo, como acto de rebeldía y distinción.
En su cuaderno, hojas y hojas con descripciones sobre el ocupante del día, teorías sobre lo que hacía en el metro, hacia dónde se dirigía... inventa finales felices, encuentros inolvidables o destinos dramáticos, regala una vida probablemente distinta a quien de forma inconsciente le presta la suya.
Busca historias, mientras se crea una propia.