Sé, porque te conozco, que también lo has sentido en más de una ocasión; esa sensación de no tener fuerzas para nada, que el hecho de levantarte cada mañana suponga un esfuerzo sobrehumano, y ¿qué? Lo consigues, te levantas, y entonces ¿qué? Nada, absolutamente nada que te haga sentir mejor. Hasta las gotas de agua resbalando por tu cuerpo en la ducha dejan de reconfortarte, y llega un momento en el que tus lágrimas se funden con ellas.
Y ante el espejo, cuando limpias con la mano el vaho formado por el vapor, te encuentras con una mirada que no parece la tuya. Esos ojos hinchados y enrojecidos te abofetean el alma, como diciéndote que no volverás a toparte con ellos de otra manera. Que han decidido que ese rojo les gusta, y van a mantenerlo al margen de modas, haciendo caso omiso al tiempo, y que tendrás que inventarte alguna excusa más sostenible que las horas de estudio para justificar su nuevo aspecto, porque, afortunadamente, nadie está de exámenes eternamente.
Te sientes sola, terrible y dolorosamente sola, más de lo que te has sentido nunca. Y quizás, casi seguramente, han existido ocasiones en las que has estado más sola aún, pero los años y los golpes hacen que en estos momentos seas más consciente de la situación que entonces; y las cicatrices de caídas anteriores son cada vez más sensibles a los cambios de estación.
Y escuecen, y se hacen latentes, como queriéndote avisar de que llegará un momento en que ya no puedas levantarte, en el que no habrá forma de parar la hemorragia, en el que la vida, a pesar de que ya ganaba por puntos, se ensañará contigo y buscará el k.o. con un espectacular gancho de derecha.
Y lo más terrible es que casi quieres que ese k.o. llegue cuanto antes, para poder descansar al fin, para dejar de sentir continuamente ese cosquilleo en las muñecas que hace que llores cada noche y no puedas dormir. Dormir… para poder dormir al fin.
Y entonces no te queda otra que coger un bolígrafo y un trozo de papel y dejar que las cosas sigan su enrevesado cauce. Porque no tienes otra forma de escapar, porque de viva voz, o frente a cualquiera, tu alma se vuelve vergonzosa y se agarra a tu garganta con fuerza de forma que apenas si eres capaz de dejar escapar un par de suspiros; de forma que cualquier grito de ayuda se vuelve silencio al morir en tu boca antes siquiera de nacer.
Y te duele hasta la piel, porque ella es más consciente que tú de lo que va a suceder, y te avisa, te grita que no lo hagas, y ante tu negativa a hacerle caso se asusta, llora como una niñita desamparada y se pone de gallina.
Y por eso, a pesar de que sabes que va a doler, dejas que tu cabeza comience a dar vueltas, sin querer oír a quienes, desde un rincón escondido en tu pecho, te dicen que no lo hagas, que la sujetes, o que al menos vayas a comprobar antes si te queda en el corazón alguna caja de pastillas para el mareo.
Y entonces todo estalla…
Tan fácil…
Suena el “gong” y empieza el combate.
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