A veces echaba de menos las lágrimas. Esa cómoda y melancólica luz azul que de vez en cuando se anunciaba con un cosquilleo en las muñecas. Y entonces, cuando la tranquilidad del día se lo permitía, cuando el silencio, cada vez más raro y preciado, la visitaba, cerraba los ojos y pensaba en cosas tristes.
Su cabeza se llenaba de ausencias, de cosas bonitas que ya no estaban, de abrazos extinguidos y melodías que la hacían llorar. De historias que nunca habían ocurrido, de libros que nunca podría regalar o de imágenes almacenadas en un rincón del alma... de esas a las que sólo limpias el polvo de vez en cuando para que la pena no se quede contigo demasiado.
No era nada excesivamente trágico, nunca había sido una "reina del drama", era algo suave, inapreciable en un primer momento, calmado... Con años de práctica había conseguido evitar las muecas y los pucheros, pero, así y todo, seguía llevándose una mano a la sién cuando el proceso comenzaba a dar frutos y notaba como el lagrimal comenzaba a humedecerse.
Llegados a este punto era más fácil, ese peculiar cosquilleo alcanzaba su punto álgido, latente incluso, y la aceptación sobre lo que estaba ocurriendo era completa. Entonces comenzaba el descenso de esa montaña rusa en la que se convertían los sentidos, y las lágrimas aparecían, ligeras, silenciosas, liberadoras... y ella sonreía.
Sonreía porque sabía que una vez acabaran, una vez vaciara esa pena pasajera y totalmente controlada, volvería a sentirse agradecida por ser tan feliz.
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