Después, mientras encendía su pipa con la lentitud y el cuidado propios del más solemne de los rituales, comenzaba ese discurso que siempre encabezaba los ratos que pasabamos juntos: "A la gente que vive deprisa no le gusta nada perder el tiempo, así que imaginad lo que les parece eso de tener que pagarlo en forma de impuesto por no disfrutarlo como es debido".
Y como cada tarde, nos hablaba de lo descorazonador que le resultaba llamar a algunas puertas para cobrar sus tributos, recibir esas miradas frías y airadas cuando reclamaba los minutos desperdiciados en enfados, frustraciones y tristezas varias. "Lo siento, señora Struddel -decía con la resignación de quien acepta que su destino es recibir malas caras- pero no fui yo quien el 17 de octubre se pasó más de 23 minutos quejándose porque el bebé de su vecina se reía demasiado. Consuélese pensando que estos 23 minutos que ahora me llevo se destinarán a pintar de colores las nubes de un cielo color turquesa". Pero la gente nunca se consolaba con las palabras del Señor Snoozer, y él se llevaba un frío portazo tras cada fría mirada.
Y aún así, seguía levantándose cada mañana para llevar a cabo su misión, porque sabía que si el sol brillaba un poquito más alguna mañana, era gracias a que él llamaba a las puertas de aquellos que no lo apreciaban para cumplir con su misión.
A pesar de tener el trabajo más desagradecido del mundo.
ójala alguien viniera a quitarme los minutos que desperdicio cada día sin vivirlos a tope!!! así a lo mejor muchos aprenderíamos a apreciar cada uno de ellos como únicos...